Tal vez todos los asesinos en serie se parecen, o son el mismo, y todos los jefes de personal o los maridos maltratadores, pero puedo afirmar con absoluto conocimiento que hay muchas clases distintas de observadores de la naturaleza. Están los coleccionistas de experiencias únicas y exóticas (que son bastante comunes y nada únicas): los que van a los Virunga a ver gorilas de montaña o a las selvas de Borneo en busca de orangutanes pelirrojos. Es muy común que esos observadores que se creen exclusivos no se hayan fijado nunca con la suficiente atención en los gorriones de su ciudad, pero es casi seguro que la actividad de esos pajaritos tan comunes, si los observas suficientemente, sea más interesante que la de los machos de espalda plateada que te muestra fugazmente tu guía y que tú esperas fotografiar.
Una variante de los buscadores de exotismo son los coleccionistas; entre los observadores de aves es muy común. Llevan una guía de campo, el Peterson por ejemplo, y van anotando cada nueva especie que avistan, una vez vista (pero no mirada) la anotan y pasan a la siguiente. Son menos letales que la primera clase, pero también son lamentables. Están también los que se proponen recoger un año completo en un paraje concreto y van anotando los cambios estacionales, son más coleccionistas del tiempo que del espacio y hay verdaderos virtuosos de este género, como Roald Dahl, el genial cuentista que escribió esa experiencia en un libro que creo recordar se titulaba Mi año, o su ilustre antecesor, Gilbert White y su La historia natural de Selborne. White era un cura anglicano del siglo XVIII. Las iglesias cristianas han dado muy buenos naturalistas, piénsese que Darwin estudiaba inicialmente para el sacerdocio. White escribió una serie de cartas donde relataba sus estudios sobre la vida y las conversaciones de los animales. White era un apasionado del mundo rural inglés, lo que es más sensato que ser un apasionado de la selva amazónica, pongamos por caso, de sus aves y demás criaturas que lo pueblan. Describe sus emociones en un estilo directo que mantiene todo su encanto 200 años después y su capacidad de evocación. Darwin reconoce que fue a partir de la lectura del Selborne de White cuando se aficionó a observar los hábitos de las aves. De ahí a sus observaciones sobre los pinzones de la Islas Galapagos y su Teoría de la selección natural quizás haya más de un paso, pero el primero fue su lectura de White.
Sin embargo, mis favoritos son los naturalistas yoguis. Me explico. Se trata de elegir un sitio concreto y permanecer quieto permitiendo que las demás criaturas vayan surgiendo ante tus ojos. Hay que tener en cuenta que la mayoría de los animales silvestres no detectan en sí mismas las formas, sino su movimiento, como bien saben todos los depredadores, como esas leonas acuclilladas inmóviles ante una tropa de gacelas Thompson en el Serengueti. Y por supuesto importan mucho dos cosas: permanecer absolutamente quieto y elegir un buen lugar, porque no es lo mismo detenerse ante un alcorque urbano que en el límite del claro de un bosque. Sentado en la cúspide de una pirámide maya y absolutamente quieto, cuando ya se habían ido los autocares de turistas —recalco esto para resaltar que no me encontraba en las profundidades de ninguna jungla inexplorada— pude mirar a mi antojo durante un tiempo eterno a un jaguar deambulando por donde antes estaban los tipos de pantalones cortos y cámaras al pecho.
Pero mi sitio favorito está mucho más cercano a mis posibilidades. En la ribera de un río, el Guadyerbas, tributario del Tiétar y cercano a mi casa del pueblo. En las laderas de un bosque mediterráneo de encina, alcornoque, quejigo y enebro y muy cerca del que llaman puente ‘romano’, en realidad medieval. Absolutamente quieto, buscando el sotavento, he visto acercarse a los ciervos a beber, a las nutrias a jugar y pescar y al martín pescador zambullirse desde un sauce como una esmeralda alada. No cambio esas horas inmóviles, en las que los que se movían eran ellos, mis observados, con ninguna expedición al Anapurna, aunque una cosa no quita la otra. Y desde luego es mil veces mejor que adormilarse delante de los documentales de naturaleza de las sobremesa de la Dos.
Me recordaste a Fabre, el papá de los entomólogos. Con su enorme amor y respeto a sus hermanos artropodos, quizas sea el modelo de los observadores de la naturaleza. Y no se iba lejos, en los alrededores de su pueblo nomás.
ResponderEliminarChofer Fantasma
Fabre es como un abad de la Francia rural y, como bien dices, mantiene su encanto, aunque desde el punto de vista científico está muy anticuado. Yo tengo una preciosa edición de sus Souvenirs entomologiques traducida y en varios tomos hispano argentina de los años 40
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