Hay muchas formas de quitar una vida, pero prácticamente todas se basan en eliminar el futuro de esa vida; no pueden negar que hayan existido, que hayan tenido un pasado. Salvo en los escasos casos más terribles, que sí eliminan esa vida en todos sus tempos.
26 de mayo de 1828, cuatro de la tarde en la ciudad de Núremberg. Un adolescente deambula —es un decir porque apenas sabe andar— con la mirada vacía y aferrando una carta en la mano. Repite una frase absurda, aunque al parecer apenas sabe hablar: “Quiero ser jinete como mi padre”. Si apenas podía andar por sí sólo, tampoco sabía apenas hablar pues sólo conocía doce palabras, la más importante y repetida ‘caballo’. Tampoco podía beber cerveza (se emborrachaba comiendo uvas) ni comer carne. Pero no mostraba miedo, ni desconcierto, ni extrañeza. Era como un animal herbívoro, una ternera. Una ternera alfabetizada porque cuando le entregaron papel y lápiz escribió su nombre: Kaspar Hauser.
Se investigó el caso, en el XIX no había ADN ni siquiera huellas digitales. Llevaba encerrado en una celda aislada desde los seis años. “El hombre con el que estaba”, como le llamaba el propio perjudicado, le dejaba cada noche pan y agua, y sólo esos alimentos era los que podía digerir. Pasó diez largos años sin hacer nada más que comer pan, beber agua, dormir y jugar con un pequeño caballito de madera. Estaba atrofiado, o si se quiere petrificado en los seis años. No era tonto; ni loco, era manso, como una ternera, y como una ternera, obediente y benigno. Estaba destruido, era fruto de un abuso terrorífico contra su alma. Una inocencia infantil preservada contra natura.
26 de mayo de 1828, cuatro de la tarde en la ciudad de Núremberg. Un adolescente deambula —es un decir porque apenas sabe andar— con la mirada vacía y aferrando una carta en la mano. Repite una frase absurda, aunque al parecer apenas sabe hablar: “Quiero ser jinete como mi padre”. Si apenas podía andar por sí sólo, tampoco sabía apenas hablar pues sólo conocía doce palabras, la más importante y repetida ‘caballo’. Tampoco podía beber cerveza (se emborrachaba comiendo uvas) ni comer carne. Pero no mostraba miedo, ni desconcierto, ni extrañeza. Era como un animal herbívoro, una ternera. Una ternera alfabetizada porque cuando le entregaron papel y lápiz escribió su nombre: Kaspar Hauser.
Se investigó el caso, en el XIX no había ADN ni siquiera huellas digitales. Llevaba encerrado en una celda aislada desde los seis años. “El hombre con el que estaba”, como le llamaba el propio perjudicado, le dejaba cada noche pan y agua, y sólo esos alimentos era los que podía digerir. Pasó diez largos años sin hacer nada más que comer pan, beber agua, dormir y jugar con un pequeño caballito de madera. Estaba atrofiado, o si se quiere petrificado en los seis años. No era tonto; ni loco, era manso, como una ternera, y como una ternera, obediente y benigno. Estaba destruido, era fruto de un abuso terrorífico contra su alma. Una inocencia infantil preservada contra natura.
Todos estos datos los conocemos a través del que fue su segundo tutor, el jurista Paul Johann Anselm von Feuerbach. Como en el caso de otros monstruos de esa época, como el famoso hombre elefante, este asunto encendió la imaginación del público, se decía que era hijo ilegítimo de Napoleón Bonaparte, se escribieron novelas y obras de teatro basadas en él, más tarde películas, como la famosa de Herzog; había que inventarse casi todo. La memoria, hoy sabemos por la moderna neurociencia, se hace con jirones, los jirones de la memoria, con los que nos fabricamos la manta de jarapas de nuestra vida, pero a Kaspar sólo le dejaron un jirón que no bastaba ni para una cinta de la cabeza.
El caso jamás se resolvió. El joven murió después en circunstancias nunca aclaradas. Un misterio sin resolver, sin informes por desclasificar, en una época en que los rumores no viajaban por Internet. Sólo sabemos que hubo alguien que le llevaba pan y agua y le proporcionó un caballito de madera para jugar y que quizás un día decidió liberarle, cuando ese era ya un gesto inútil porque el desmán se había cumplido. Alguien que cometió un delito absurdo, inconcluso y estéril, terriblemente cruel. Nunca se supo quién.
Es curioso que la crueldad siempre nos parezca más monstruosa cuando es inútil. En cierto sentido, disculpamos al que las circunstancias empujan a serlo...
ResponderEliminarLa crueldad extrema siempre es gratuita
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