Se cumplen cuarenta años de votaciones democráticas en
España. Parece justo y lógico celebrarlo, pero no conviene confundir los fines
con los medios. Las votaciones son un medio, no totalmente perfecto, para
conocer las preferencias ciudadanas. Por su parte, como no parece viable el
modelo asambleario y multitudinario entre millones de personas, se hacen
necesarios los partidos políticos, que son otros medios, nada de fines en sí
mismos. Los partidos no hacen la democracia, como no la hacen las elecciones, pero
son medios al parecer indispensables. ¿Y los ciudadanos? Bien, los ciudadanos
podemos elegir entre la oferta de candidatos fijos y cerrados que nos ofrecen los
partidos. O dicho de otra forma, los partidos son los que sitúan a los
candidatos en posición —nunca mejor dicho— de ser elegidos. No es un sistema
perfecto, pero es lo que hay, aquí y en la mayoría de los sitios homologables
del resto del mundo.
En realidad, en la España predemocrática no sólo no había
elecciones ni partidos, sino tampoco libertad de prensa, de opinión, de
asociación, de afiliación, de reunión ni de manifestación; en resumen: no había
libertad. La libertad esta sí, es un fin en sí mismo. Seguía en vigor y activa
la pena de muerte, no había leyes de divorcio ni de aborto ni de opción sexual;
las mujeres no tenían los mismos derechos que los varones y duplicaban la tasa
de analfabetismo de estos. Las elecciones de 1977, en las que yo, veinteañero
ilusionado participé, eran una puerta mucho más amplia que la estrecha ranura
en la que deposité mi voto.
Los críticos de la Transición no son una masa uniforme. Los
hay, sí, que rechazan todo, pero son los menos; la mayoría no rechazamos el
conjunto del proceso sino sus insuficiencias, sus quizás excesivas concesiones,
aunque no es lo mismo entonces que ahora con un ejército sin depurar que era un
poder fáctico tremendo, junto a unas fuerzas policiales heredadas del franquismo
al igual que los jueces y la mayoría de instancias del Estado. Vamos, lo de siempre,
que lo mejor es enemigo de lo bueno. Pero desautorizar en bloque a los
críticos, es decir, desautorizar el ejercicio libre de la propia crítica es
convertir esa restauración borbónica, quizás necesaria, quizás no, en un
proceso de santidad. Pero no estamos hablando de concilios, sino de transiciones entre aparatos de la dictadura y
otros democráticos. Ni todo se hizo bien ni todo se hizo mal ni todo lo malo
actual es heredero de aquel proceso, aunque lo mayoría de lo bueno sí.
Desautorizar a la generación de nuevos políticos que no vieron ese proceso es como
desautorizar a los prehistoriadores porque no cazaban bisontes en el paleolítico. Los
populismos funcionan desde ambas orillas.
En 1977 llegaron a estar inscritos más de un centenar de partidos
políticos (yo intenté coleccionar todas sus papeletas, no lo conseguí: eran demasiados),
solo 26 listas diferentes en Madrid, 23 en Barcelona. Soluciones negociadas, y
por tanto insuficientes para las partes, lograron la libertad que ahora
disponemos. Esa libertad sigue incluyendo la de delinquir desde esos aparatos
de poder que son los partidos, pero creedme si os digo que sin esos aparatos no
parece posible mantener nuestras libertades, como no es posible rechazar el
martillo como herramienta de trabajo porque con él nos hayamos machacado a
veces los dedos. Los críticos sibilinos de la democracia tienen un modo paradójico de ejercerla: enfrentar la democracia real a la ideal (una meta que, como el horizonte, nunca se alcanza, pero entretanto caminamos), ya lo advirtió Javier Pradera hace 40 años. No tiremos el martillo, aprendamos a usarlo.
Además, añadiría que muchos de los que critican el sistema actual en su totalidad (ya sea en pro de una "democracia perfecta" o no) tienden a creer en soluciones fáciles que nos llevarían a la felicidad de manera inmediata, lo que incluso es una confusión (un buen sistema político permite la felicidad, pero no la garantiza, porque en última instancia es una cuestión personal). Nadie aprende a usar el martillo en dos días.
ResponderEliminarEl martillo y... la escoba
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