Hace relativamente poco tiempo Miroslav Panciutti en su
señero blog Conciertos y desconciertos publicó unos post sobre Norman Mailer.
El tema era más bien el relacionado con sus disputas matrimoniales, pero como
no podía ser menos, en los comentarios, a los que yo contribuí, se habló de su
obra narrativa tanto de ficción como periodística. Debo desdecirme de mis
comentarios de entonces, al menos en parte, porque la mejor obra a mi juicio
del pendenciero neoyorquino (aunque nacido en New Jersey, como los famosos Soprano) aún no la había leído, ahora sí, se trata de su
relato de la llegada del hombre a la Luna, un pequeño paso… y bla bla bla.
Es curioso lo obsesionados y a la vez habituados que estamos con el uso de la tecnología avanzada y lo poco que nos preguntamos, hasta el punto de parecer desidia, sobre muchas de las trascendentales cosas que eso implica. Hoy mucha gente cruza el Atlántico a vela, a menudo en solitario, pero la verdadera hazaña sería cruzarla hoy en uno de esos penosos cacharros flotantes que eran las carabelas y las naos de la época y los sistemas de navegación aún más rudimentarios (ni se podía medir la longitud con cierta exactitud, sólo la latitud aproximadamente). Eso daría cuenta de la enorme magnitud de la proeza de Colón y sus compañeros a finales del siglo XV y principios del XVI. Igualmente, hoy me doy cuenta de la gran epopeya del Apolo 11 cuando colocó —en el año de 1969— un módulo lunar y a tres astronautas en la superficie de nuestro familiar satélite. Porque —y aquí reparamos en lo que no solemos: la tecnología que se precisa— hoy por hoy mi frigorífico posee una complejidad electrónica (no frost y toda la pesca) mayor que la de las máquinas que consiguieron ese logro, y estoy escribiendo en un ordenador, no especialmente prodigioso para los estándares actuales, por el que habrían dado un brazo los científicos de la NASA, con el propio Wernher von Braun, el ingeniero del cohete Saturno V que propulsó al Apolo XI, a la cabeza. El software de entonces era neandertal, una tosca hacha de piedra comparada con los que yo manejo ahora. Sin embargo, lo hicieron, alcanzaron la meta. Fue heroico más allá de cualquier explicación ramplona; como Colón y los suyos.
Kennedy lo había prometido a comienzos de la década: poner un hombre en la Luna y hacerlo regresar sano y salvo a finales de la misma, los ya remotos sesenta. Se necesitaron diez años (sin contar todos los necesarios precedentes anteriores, sólo aludo a la misión Apolo once, o Apollo eleven) de pruebas y entrenamientos, ensayos y errores; 400.000 (sí, cuatrocientos mil, la cifra no está exagerada) científicos, técnicos e ingenieros, y un presupuesto de 24.000 millones de dólares de los de entonces (en los que el salario medio era una fracción minúscula del de ahora).
El 20 de julio de 1969, Neil Armstrong, Buzz Aldrin y Michael Collins hicieron el primer alunizaje tripulado de la historia. Yo acababa de cumplir veinte años y en mi papel de primo mayor estaba oficiando ante el televisor en blanco y negro (gris lunar) con toda una sucesión escalonada de primos y primas menores. Y utilizando una expresión que entonces aún no se utilizaba en ese sentido, yo alucinaba. Alucinaba con el alunizaje y alucinaba con mis primos más pequeños, que eran conscientes de que había unos hombres allí en esa Luna que se veía desde el balcón de casa de mi tía Angelita, pero que lo asumían con toda naturalidad: la Luna para ellos era un país algo más lejano…
Pero un acierto no menor fue también que la revista Life, hegemónica por aquel entonces entre las revistas ilustradas, encargará un reportaje sobre el heroico evento en tres artículos y sin limitaciones de espacio al escritor norteamericano más brillante y polémico del momento: Norman Mailer. Escribió los tres, luego los amplió en un libro que se editó a continuación y que se tradujo en España como Fuego en la Luna por la editorial Plaza y Janés, y que veintitantos años después la editorial Taschen, especializada en grandes libros de arte de gran formato y precio asequible, ha vuelto a editar, profusamente ilustrado, Moonfire.
Mailer cumplió de sobra, porque reflejó sobre todo de forma magistral la peculiaridad de los hombres implicados en el asunto y es una delicia leer como los describía con párrafos acerados y precisos. Me he dado cuenta de la gran virtud como retratista de Mailer: sabe encontrar al hombre corriente en todo héroe.
Es curioso lo obsesionados y a la vez habituados que estamos con el uso de la tecnología avanzada y lo poco que nos preguntamos, hasta el punto de parecer desidia, sobre muchas de las trascendentales cosas que eso implica. Hoy mucha gente cruza el Atlántico a vela, a menudo en solitario, pero la verdadera hazaña sería cruzarla hoy en uno de esos penosos cacharros flotantes que eran las carabelas y las naos de la época y los sistemas de navegación aún más rudimentarios (ni se podía medir la longitud con cierta exactitud, sólo la latitud aproximadamente). Eso daría cuenta de la enorme magnitud de la proeza de Colón y sus compañeros a finales del siglo XV y principios del XVI. Igualmente, hoy me doy cuenta de la gran epopeya del Apolo 11 cuando colocó —en el año de 1969— un módulo lunar y a tres astronautas en la superficie de nuestro familiar satélite. Porque —y aquí reparamos en lo que no solemos: la tecnología que se precisa— hoy por hoy mi frigorífico posee una complejidad electrónica (no frost y toda la pesca) mayor que la de las máquinas que consiguieron ese logro, y estoy escribiendo en un ordenador, no especialmente prodigioso para los estándares actuales, por el que habrían dado un brazo los científicos de la NASA, con el propio Wernher von Braun, el ingeniero del cohete Saturno V que propulsó al Apolo XI, a la cabeza. El software de entonces era neandertal, una tosca hacha de piedra comparada con los que yo manejo ahora. Sin embargo, lo hicieron, alcanzaron la meta. Fue heroico más allá de cualquier explicación ramplona; como Colón y los suyos.
Kennedy lo había prometido a comienzos de la década: poner un hombre en la Luna y hacerlo regresar sano y salvo a finales de la misma, los ya remotos sesenta. Se necesitaron diez años (sin contar todos los necesarios precedentes anteriores, sólo aludo a la misión Apolo once, o Apollo eleven) de pruebas y entrenamientos, ensayos y errores; 400.000 (sí, cuatrocientos mil, la cifra no está exagerada) científicos, técnicos e ingenieros, y un presupuesto de 24.000 millones de dólares de los de entonces (en los que el salario medio era una fracción minúscula del de ahora).
El 20 de julio de 1969, Neil Armstrong, Buzz Aldrin y Michael Collins hicieron el primer alunizaje tripulado de la historia. Yo acababa de cumplir veinte años y en mi papel de primo mayor estaba oficiando ante el televisor en blanco y negro (gris lunar) con toda una sucesión escalonada de primos y primas menores. Y utilizando una expresión que entonces aún no se utilizaba en ese sentido, yo alucinaba. Alucinaba con el alunizaje y alucinaba con mis primos más pequeños, que eran conscientes de que había unos hombres allí en esa Luna que se veía desde el balcón de casa de mi tía Angelita, pero que lo asumían con toda naturalidad: la Luna para ellos era un país algo más lejano…
Pero un acierto no menor fue también que la revista Life, hegemónica por aquel entonces entre las revistas ilustradas, encargará un reportaje sobre el heroico evento en tres artículos y sin limitaciones de espacio al escritor norteamericano más brillante y polémico del momento: Norman Mailer. Escribió los tres, luego los amplió en un libro que se editó a continuación y que se tradujo en España como Fuego en la Luna por la editorial Plaza y Janés, y que veintitantos años después la editorial Taschen, especializada en grandes libros de arte de gran formato y precio asequible, ha vuelto a editar, profusamente ilustrado, Moonfire.
Mailer cumplió de sobra, porque reflejó sobre todo de forma magistral la peculiaridad de los hombres implicados en el asunto y es una delicia leer como los describía con párrafos acerados y precisos. Me he dado cuenta de la gran virtud como retratista de Mailer: sabe encontrar al hombre corriente en todo héroe.
Los excelentes textos de Mailer, los tres artículos seminales
de Life y los dos libros hablan por sí solos. Hablemos de Mailer. Es un chico
malo, un chico duro, o lo aparenta, ese es su personaje, pero hay algo más o lo
que importa, su talento de escritor. Sostengo que ambas cosas están
relacionadas. Un hijo de puta a veces, un maltratador, un pendenciero, un
cabrón malhumorado que arruina a los que están a su alrededor sin causa
aparente, loco e impredecible, eso es lo que hay, no se puede tener todo;
veamos el lado bueno si es posible. Hay un tipo de escritura que va con la
violencia; no hablo sólo de violencia física, o no especialmente, sino de
cierto talante agresivo del espíritu. Es lo que tiene Nelson Algreen que dijo
que no se escribe por lástima del mismo modo que no se revienta una caja fuerte
por simple anhelo de ser rico. Son escritores nada blandengues, como mi
admirado Edward Bunker o el duro Harry Crews, nada buenazos ni cursilones. La rabia,
el sentimiento de venganza, el rencor, el anhelo de desquite produce una
escritura nada simpática, la de autores que están siempre boxeando con su
sombra, siendo sus peores enemigos, ahuyentando sus demonios y quemando
puentes. En esa permanente guerra civil no tienen por qué convertirse en sus
propias víctimas, pueden ser hasta humorísticos —Mailer lo es—, es un os vais a
enterar, un desplante al mundo, un gran y talentoso desquite. Esa es la
literatura de Mailer; lástima que también lo sea de su endiablado personaje.
Maravillosos son los retratos que Mailer hace de los tres hérores en la rueda de prensa tras su epopeya: el chico bueno, el ingeniero prodigioso, el Supermán, como el bueno, el feo y el malo. No es de extrañar que Clint Eastwood los parodiara en una película posterior con James Gardner y Tommy Lee Joones. Un festín. (Tengo otro recuerdo tangible del asunto: una cazadora de naylon tipo 'bomber' con el logo de tela cosido de la misión Apolo, un águila calva estadounidense sobre la Luna con un fondo del cuarto creciente del Planeta Azul. Me la trajo mi profesor de matemáticas de la tienda de recuerdos de Cabo Cañaveral, hoy Cabo Kennedy)
Hay otro libro excelente, pero de tono muy distinto, sobre los astronautas, esos superhombres mitad científicos mitad aventureros reclutados entre los arriesgados pilotos de pruebas: Lo que hay que tener: elegidos para la gloria, del altildado virginiano siempre vestido de blanco Tom Wolfe, uno de los patriarcas del nuevo periodismo que inauguró Truman Capote, pero que entre nosotros tuvo excelentes precedentes décadas antes, como Manuel Chaves Nogales.
Maravillosos son los retratos que Mailer hace de los tres hérores en la rueda de prensa tras su epopeya: el chico bueno, el ingeniero prodigioso, el Supermán, como el bueno, el feo y el malo. No es de extrañar que Clint Eastwood los parodiara en una película posterior con James Gardner y Tommy Lee Joones. Un festín. (Tengo otro recuerdo tangible del asunto: una cazadora de naylon tipo 'bomber' con el logo de tela cosido de la misión Apolo, un águila calva estadounidense sobre la Luna con un fondo del cuarto creciente del Planeta Azul. Me la trajo mi profesor de matemáticas de la tienda de recuerdos de Cabo Cañaveral, hoy Cabo Kennedy)
Hay otro libro excelente, pero de tono muy distinto, sobre los astronautas, esos superhombres mitad científicos mitad aventureros reclutados entre los arriesgados pilotos de pruebas: Lo que hay que tener: elegidos para la gloria, del altildado virginiano siempre vestido de blanco Tom Wolfe, uno de los patriarcas del nuevo periodismo que inauguró Truman Capote, pero que entre nosotros tuvo excelentes precedentes décadas antes, como Manuel Chaves Nogales.
Poca gente desarrolla lo que podríamos llamar un sentido histórico: la capacidad de pensar cómo la tecnología y las relaciones sociales antiguas condicionaban la vida de un hombre y qué le parecía posible, difícil e imposible.
ResponderEliminarMe apunto el libro de Mailer (ya conocía el de Wolfe). La promesa de Kennedy tuvo sentido en el mundo de la Guerra Fría, en el que había que demostrar en todo lo posible la superioridad frente al enemigo soviético. No hay más que ver el póster del águila calva (símbolo de América) en la superficie lunar, llevando allí una rama de arbusto, según veo.
Bueno, eso pasa en las mejores familias, digo conquistas, en la de Colón de mi ejemplo con Castilla, en la Luna con EEUU.
EliminarEl 20 de julio de 1969 yo estaba a pocos días de cumplir diez añitos, pero me acuerdo perfectamente de esa noche. Estaba en San Lorenzo de El Escorial, en la casa de unos amigos del colegio. Sus padres nos despertaron en mitad de la noche para que viéramos a Armstrong (y luego a Aldrin) pisando la luna. Imagino que sería como los más pequeños de tus primos, pero te aseguro que aluciné con la retransmisión, para nada me pareció “natural”. Creo que fue la primera vez en mi vida que sentí que estaba asistiendo a algo “histórico”.
ResponderEliminarEn cuanto a Mailer, hay bastantes que piensan que es mejor ensayista que novelista. Supongo que cuando lo escuchara (porque se dijo mientras ´vivía) no le haría ninguna gracia, pues casi todos los escritores (y él también) consideran que son las novelas sus obras importantes. No he leído la obra que citas, pero sí una antología de artículos publicada por Anagrama que me parece magnífica.
Y por último, entiendo y comparto tu tesis de la vinculación entre un carácter como el de Mailer y una forma de escribir. La verdad es que a veces estoy tentado de extender esta idea; a veces estoy tentado de generalizar afirmando que todo genio (sobre todo en las disciplinas artísticas) ha sido siempre un perfecto cabrón como persona; o sea, que hay que ser un cabrón para ser un genio. Sin duda será una exageración, peor lo cierto es que la mayoría de los genios que he admirado a lo largo de mi vida, cuando he escudriñado en sus biografías siempre se me han revelado como unos perfectos cabrones.
No son frecuentes los ejemplos de escritores buenos por igual en ficción y no ficción, como dicen los anglos; Mailer, como opinas tú, creo que era mejor ensayista que novelista, aunque también era bueno en ese aspecto. Aquí tenemos ejemplos como el de Javier Marías, que es un previsible columnista, casi aburido en sus enfados, y un buen novelista, pero también tenemos a Múñoz Molina, excelente en ambos aspectos.
EliminarNo creo que se pueda extender, como le digo a Chófer, la vinculación entre carácter violento y genio, pero los genios lo que son siempre es obsesivos y eso les hace conceder más importancia a su tarea de creación que a sus relaciones, siempre en ese sentido postergadas.
La vinculacion entre ser talentoso y ser un hijueputa, muy habitual en nuestros días creo, quizás sea un efecto secundario del concepto del "creador".
ResponderEliminarEste logra hacer su obra sin detenerse en las dificultades, sin reparos en subvertir las obras previas y usando lo y a los que tiene a mano para lograrlo.
No sé que pasaría con artistas de la antigüedad
Como todo tópico, hay una parte de verdad en la relación entre genio con talento y caracter tormentoso, véase el caso de Caravaggio a cuyo lado Mailer sería un bebé bondadoso, pero también se pueden aducir ejemplos en sentido contrario, como Cervantes, más víctima que verdugo.
EliminarPor otra parte, en el post yo me refería más bien a un tipo concreto de escritores, los que mencioné, no a todos.