La fascinación ante una masa de agua se puede sentir de igual
modo frente a la superficie inabarcable del océano o ante una humilde charca. Contemplar
el agua ejerce una fascinación inagotable, relajante y a la vez incitante. Uno de
mis recuerdos más imborrables, y han pasado más de treinta años, es navegar la
estela de la luna en una goleta mientras sonaba la marcha del Nabucco de Verdi.
Pero también las visitas que de niño hacía con mis primos a un charco que nos
parecía insondable en el pueblo de Barajas, o mis escarceos por el río Alberche
pescado alevines de bermejuelas con un pañuelo. Todas mis travesías por mar han
resultado memorables, probablemente porque jamás me ha dado por embarcarme en
uno de esos horriblemente horteras cruceros. Tampoco concibo mejor estimulo
para meditar que una ventana frente a un horizonte marino.
Lo que vemos en una lenta gota de agua deslizándose por el cristal de una ventana, un charco temporal o un arroyo de montaña es igual de profundo y sutil que lo que puede entenderse en un barco en mitad del Atlántico. Los verdaderos ‘aquamen’ son los nativos del Pacífico, capaces de interpretar las más ligeras señales del agua para orientarse en las enormes extensiones marinas. Es lo que llaman kapesani lametau, el ‘habla del mar’. Y las enseñanzas se iniciaban con ‘simuladores’ en tierra firme, en barcas de piedra donde se aprendían a interpretar los vientos, el oleaje y las estrellas. No debemos olvidar que se puede ver el Pacífico en un estanque.
Las islas Marshall cercanas al ecuador en la Micronesia son de poca altitud y no se divisan hasta estar casi encima de ellas. Son de las más amenazadas por ser inundadas por el calentamiento global. En ellas han florecido auténticos eruditos lectores del agua. De hecho, los nativos no veían una uniforme superficie de agua en el océano, sino como los buenos cartógrafos ven una superficie de tierra, llena de accidentes e irregularidades. Las condiciones del agua cambian cerca de las costas, aunque no divisemos estas, varían con la profundidad, con la presencia de masas invisibles de tierra que afectan al oleaje; se aprende que hay unas direcciones de vientos preponderantes, unos ríos dentro del mar, las corrientes marinas que varían con las estaciones. Y no hace falta ser un nativo si uno es un buen marino. Es legendario el caso del capitán Fanning que se despertó en plena noche, subió a cubierta y mandó ponerse a la capa a la tripulación, el equivalente en el mar a frenar en seco. A la mañana siguiente apreciaron un arrecife que les habría hecho naufragar y que Fanning había sentido por el cambio en el comportamiento del agua mientras dormía.
Los aborígenes que habitan el desierto australiano conocen un fenómeno que llaman quatcha queandaritchika, que podría traducirse por “toda el agua de ha ido”. Literalmente cuando desparece un río por completo, que es el caso tristemente habitual del río Todd en Adelaida en la Australia meridional. Los europeos aprendieron a encontrar agua buscando los restos de hogueras de los nativos, lo que significaba que había acampado allí. El río de mi pueblo se seca completamente durante el estiaje, pero los aviones zapadores persisten en sus taludes y los martín pescador permanecen fieles a los tramos de río que controlan. Esos pájaros ribereños son para mí como las hogueras de los aborígenes australianos para los exploradores europeos, señales del agua donde aparentemente no la hay. Y además está los bosques de galería, los sotos de mimbreras y sauces que marcan la capa freática próxima que escolta al río.
Si tuviera que resumir este planeta, por mal nombre Tierra, en un solo objeto escogería una gota de agua.
Lo que vemos en una lenta gota de agua deslizándose por el cristal de una ventana, un charco temporal o un arroyo de montaña es igual de profundo y sutil que lo que puede entenderse en un barco en mitad del Atlántico. Los verdaderos ‘aquamen’ son los nativos del Pacífico, capaces de interpretar las más ligeras señales del agua para orientarse en las enormes extensiones marinas. Es lo que llaman kapesani lametau, el ‘habla del mar’. Y las enseñanzas se iniciaban con ‘simuladores’ en tierra firme, en barcas de piedra donde se aprendían a interpretar los vientos, el oleaje y las estrellas. No debemos olvidar que se puede ver el Pacífico en un estanque.
Las islas Marshall cercanas al ecuador en la Micronesia son de poca altitud y no se divisan hasta estar casi encima de ellas. Son de las más amenazadas por ser inundadas por el calentamiento global. En ellas han florecido auténticos eruditos lectores del agua. De hecho, los nativos no veían una uniforme superficie de agua en el océano, sino como los buenos cartógrafos ven una superficie de tierra, llena de accidentes e irregularidades. Las condiciones del agua cambian cerca de las costas, aunque no divisemos estas, varían con la profundidad, con la presencia de masas invisibles de tierra que afectan al oleaje; se aprende que hay unas direcciones de vientos preponderantes, unos ríos dentro del mar, las corrientes marinas que varían con las estaciones. Y no hace falta ser un nativo si uno es un buen marino. Es legendario el caso del capitán Fanning que se despertó en plena noche, subió a cubierta y mandó ponerse a la capa a la tripulación, el equivalente en el mar a frenar en seco. A la mañana siguiente apreciaron un arrecife que les habría hecho naufragar y que Fanning había sentido por el cambio en el comportamiento del agua mientras dormía.
Los aborígenes que habitan el desierto australiano conocen un fenómeno que llaman quatcha queandaritchika, que podría traducirse por “toda el agua de ha ido”. Literalmente cuando desparece un río por completo, que es el caso tristemente habitual del río Todd en Adelaida en la Australia meridional. Los europeos aprendieron a encontrar agua buscando los restos de hogueras de los nativos, lo que significaba que había acampado allí. El río de mi pueblo se seca completamente durante el estiaje, pero los aviones zapadores persisten en sus taludes y los martín pescador permanecen fieles a los tramos de río que controlan. Esos pájaros ribereños son para mí como las hogueras de los aborígenes australianos para los exploradores europeos, señales del agua donde aparentemente no la hay. Y además está los bosques de galería, los sotos de mimbreras y sauces que marcan la capa freática próxima que escolta al río.
Si tuviera que resumir este planeta, por mal nombre Tierra, en un solo objeto escogería una gota de agua.
Ya lo dijiste en otra entrada: la navegación ha hecho al hombre llegar a casi todo el ancho mundo. La rueda está muy bien, pero no tiene la misma versatilidad, no. El ejemplo que citas de los kapesani lametau o de Fanning son un buen ejemplo de que la observación es siempre imprescindible y es muy anterior al método científico propiamente dicho.
ResponderEliminarLa observación es el comienzo, no sólo para el método científico, sino para simple reflexión.
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