Para mí una de
las ventajas de este inédito confinamiento es que me permite reconvertir a las
multitudes en individuos, en personas independientes aunque paradójicamente
unidas por un destino común. Detesto las masas; algunos lo definirían como
agorafobia, pero en realidad es que mi incomodidad creo que tiene fundamento;
la masa no es la mera suma de sus individuos, sino el mínimo común múltiplo de
los individuos más zafios, por eso la masa se comporta siempre de forma
irracional; por eso mismo no me encuentro a gusto en partidos de fútbol o
conciertos multitudinarios y tengo que hacer verdaderos esfuerzos para asistir
a manifestaciones. Pero es que la multitud también provoca daños objetivos por
el mero hecho de su número. Es el caso del turismo masivo actual que deteriora
los lugares a los que es atraído precisamente por ser valiosos. Un caso
específico es el de los Espacios Naturales Protegidos, los Parques Nacionales,
Naturales y similares.
Y es que los
espacios naturales no están preparados para recibir la acogida, su capacidad de
carga, de visitantes numerosos por un contrasentido intrínseco a su nacimiento.
Porque estos lugares se protegieron para
la gente, para que perduraran incólumes para disfrute de generaciones futuras a
su creación. Pero al mismo tiempo se crearon para protegerlos de la gente, su principal amenaza.
Hace décadas
participé modestamente en la protección de uno de esos emblemáticos espacios,
el Parque Nacional de Monfragüe. Fue mi amigo y antiguo compañero de selectivo,
el naturalista Jesús, Suso, Garzón el que me enseñó los maravillosos
territorios de los cortados del Tajo y los montes y dehesas de encinas y
alcornoques adyacentes. Quedé como es lógico maravillado. Y la impresión fue
mayor porque el ICONA -desmereciendo su nombre de Instituto para Conservación de la Naturaleza- por aquel entonces estaba repoblando con eucaliptos los
valles anteriores y estaba a las puertas de esta zona maravillosamente
preservada y, por aquel entonces, solitaria (ahora creo que en fin de semana
hay auténticas romerías de visitantes armadas de prismáticos y anteojos). Suso
era partidario de mantener en secreto esta zona porque temía con razón que la
publicidad atrajera multitudes. Yo, por el contrario, era proclive a
intentar una figura de máxima protección bajo alguna figura legal porque veía
el peligro a sus puertas, la transformación radical de este grupo de
ecosistemas mediterráneos en plantaciones de pasta de papel fácilmente
igniscibles.
Bien, los dos
teníamos razón. La protección de Monfragüe bajo una figura legal que detuviera
la destrucción era urgente, pero también es cierto que la mejor forma de
proteger de la gente una zona es que no acudan a ella en masa y eso sólo sucede
cuando esa gente desconoce la zona. La mayoría acude a los espacios naturales
protegidos como a un acto social, como a los museos, porque hay que ir para
estar donde hay que ir. Así de absurdo. Los espacios naturales protegidos se
convierten así en focos de atracción exactamente igual que los parques de
atracciones y los temáticos. ‘Hay’ que ir a Doñana, a Cabañeros, a Monfragüe,
aunque dehesas de encinas similares hay en muchas otras zonas de España menos
publicitadas y más tranquilas, a menudo a las puertas de grandes ciudades como
Madrid.
Hay además otra
paradoja al margen de ese factor de llamada de la protección. Y es que los ENP
a menudo se convierten en coartadas y patentes de corso para destruir los
espacios no protegidos y similares a menudo colindantes con los protegidos e
incluso incentivados por su proximidad: “cómprese un chalé o una parcela junto
a ese maravilloso paraje protegido". Y entonces surge una antonimia entre los
Espacios Protegidos y… la protección del espacio.
Lo que planteas es mas antiguo que una tapa de queso y lo jodido es que es de rabiosa actualidad
ResponderEliminarSí, es tedioso pero yo creo que necesario insistir siempre en las mismas cosas
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