miércoles, 1 de abril de 2020

Me gusta lo que me gusta





Mis gustos son previsibles. Al menos eso pienso yo. Me gustan los paseos por la ciudad y por el campo, al que nunca llamo naturaleza; me gusta mirar por el estereoscopio y la lupa y por los prismáticos y el telescopio y he invertido dinero en esos aparatos. Antes me gustaba hacer fotos y hasta revelarlas, ya no. Me gusta la música, pero no es imprescindible en mi vida, el silencio sí; me gustan Brahms, Beethoven, Mozart y Bach y la música de cámara más que la sinfónica, las voces femeninas más que las masculinas, me gusta oír rock en discos y jazz en directo. Me gusta viajar para estar en los sitios, pero no por ir a verlos. Me gusta leer, y lo que me gusta leer depende de los momentos, así que alterno siempre varios libros, narrativa, ensayo, poesía, divulgación científica. Me gusta la lluvia y los días de invierno soleados, la sombra en verano. Me gusta el mar y la montaña. Me gusta la carne, pero no cualquiera ni de continuo y las verduras y la fruta, y mucho el marisco y el chocolate. Me gusta compartir con los pájaros los dones de mis frutales, no lo considero un robo sino un impuesto debido. Me gusta madrugar y acostarme temprano. Me gusta el café, el vino, la cerveza y el whisky y detesto la leche y las bebidas azucaradas. Me gusta el ejercicio siempre que no sea un fin en sí mismo; por eso me gusta el montañismo, andar, follar, pero no correr ni los gimnasios. Me gusta la ropa usada (por mí). Me gusta el calzado cómodo, los jerséis buenos, los pantalones blandos, las gorras, los sombreros. Me gusta Rembrandt, Goya, Degas, Rohko. Me gusta estar en casa y me gusta irme de casa. Me gustan los perros y me gustan los gatos. Me gustan los caballos y el ganado libre y no estabulado. Me gustan los pajares y las bibliotecas; las librerías, las papelerías y las ferreterías, las tiendas de abarrotes, las latas de sardinas junto a los bastones. Me gusta John Ford e Igmar Bergman. Me gustan los árboles, especialmente las encinas, los olivos, los algarrobos, las hayas y los pinos piñoneros, y en la ciudad los cedros y las acacias. Me gustan las mujeres y los niños, las mujeres guapas, especialmente las que no saben que lo son, y los niños trastos. No me gustan los novios ni los cuñados, pero me gustan las abuelas y las suegras. Me gustan los viejos que no se disfrazan de jovencitos y tampoco de viejos lastimeros. Me gustan los gorriones callejeros y las águilas imperiales de las dehesas. Odio los altavoces en la vía pública y los olores fuertes de perfumes. Me gustan los muros viejos de mampuestos sin argamasa y los de adobe, los caminos sin asfaltar, los puentes en los vados, los riachuelos con berros y ranúnculos, los senderos de sirga junto a los canales. Los museos, algunos grafitis, otros no. Me gusta la brisa pero no el ventarrón. Los mercados y los mercadillos al aire libre, el Rastro, Le marché aux puces, Candem. Me gustan los jardines y los parques, los conventos y las ermitas, no tanto las catedrales. Me gustan las navajas, los lapiceros y las plumas estilográficas, me gustan los cuadernos y las mochilas, odio las mariconeras.

Me gusta más recoger pequeños tesoros, hallazgos felices encontrados en las aceras de las calles que comprar cosas en las tiendas; así tengo un pequeño estante de nogal y dos butacas estupendas de cuero y madera. Pero sobre todo detesto las cosas nuevas por el mero hecho de serlo. Me gustan las ropas que se asientan con el uso, los zapatos; por tanto, me enfurece la obsolescencia programada y la imposibilidad de reparar cualquier trasto mecánico, como se hacía antes. Me gusta el desgaste que produce la palma de la mano en el puño de madera de un bastón, como me gustan los cantos rodados redondeados por el agua. Me gusta la acción del tiempo sobre la materia, de lo blando desgastando lo duro. Y sobre todo detesto las modas como símbolo del último grito. Aparte de que, como dijo alguien, las modas son lo que pasa de moda. Valeria Luiselli cuenta la anécdota de un amigo cuyo padre trabajó toda su vida, como se suele decir, en algo con lo que no disfrutaba en absoluto en una gran empresa para conseguir ahorrar, retirarse y fundar una editorial que editaba mapas náuticos bellísimos, primorosos, que excedían su función, diseñados con amoroso cuidado para los barcos que surcaban el Mediterráneo. Seis meses después de fundar su pequeña editorial, que irónicamente llamó La Nueva Frontera, una aplicación militar de los satélites artificiales se puso a disposición de todo el público, los GPS. Y ahí acabó la viabilidad del sueño de toda una vida de este hombre. Disuelta por la modernidad, toda una vida se fue a la mierda. Hoy la gente ha perdido la capacidad de interpretar un mapa, no digamos la belleza contenida en ellos. Soy un tremendo conservador, no como las gentes de derechas que sólo ven negocio en las cosas.
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Ansío los comentarios.Muchas cabezas pueden pensar mejor que una, aunque esa una sea la mía