lunes, 1 de marzo de 2021

Del psicoanálisis a las razas de perros pasando por Obama

 

Sigmund Freud, padre (y madre, no olvidemos su complejo de Edipo), del psicoanálisis, un sistema de curación que está debidamente comprobado que jamás curó a nadie, pero que ponía etiquetas a la parte oscura de las mentes y consolaba mucho, hasta el punto que volvía adictos y adeptos del método de por vida a sus pacientes, diseñó el inconsciente como la parte baja de un niño perverso. A la psicología le ha hecho falta más de un siglo para olvidarse de ser una literatura y convertirse en ciencia a trompicones. Freud, todo hay que decirlo, intentó seriamente ser un científico. Inicialmente de dedicó a la fisiología intentando descubrir el misterio del sexo de las anguilas, tras múltiples disecciones no lo consiguió. Así que se dedicó a la literatura. Sus relatos de casos clínicos con nombres fingidos, desde mujeres histéricas o varones neuróticos, se cuentan entre lo mejor de un género que él en parte inauguró. La interpretación de los sueños es de lo mejor que se puede encontrar en la narrativa de su época. Vladimir Nabokov, probablemente celoso de los logros narrativos del austriaco y de sus escasos éxitos terapéuticos, le llamaba el Mago de Viena. Y no era una alabanza.

Konrad Lorenz, por su parte, otro excelente narrador (véase su Anillo del rey Salomón: hablaba con las bestias, los peces y los pájaros) inauguró con otros dos pioneros la etología, la ciencia del comportamiento animal en su entorno, al contrario que los conductistas, que lo hacían en laboratorios con los debidos laberintos, premios y castigos. Al final los conductistas o behavioristas como también les llamaron con un fatal anglicismo, no descubrieron mucho, pero las ratas de laboratorio descubrieron que podían programar a los humanos de bata blanca para que les dieran comida cuando apretaban un botón.

A nadie se le podría ocurrir que Freud y Lorenz deberían haber sido negros africanos, bantú el uno, dinka o masai el otro, pero bajo cierto punto de vista sería lógico. Veréis; cuando los Homo sapiens salieron por fin de África, hace solo unas decenas de miles de años, pasaron por un cuello de botella demográfico, se redujeron drásticamente y estuvieron (estuvimos) a punto de extinguirnos. Los relatos evolutivos de los paleoantropólogos, normalmente descendientes de ese exiguo grupo superviviente, suelen olvidar que en África quedaron muchos más sapiens. Eso unido al hecho de que el lugar de origen de toda especie es la zona de mayor diversidad genética explica el sorprendente hecho de que las diferencias genéticas entre un lapón y un griego sean mucho menores que las de cualesquiera africanos entre sí. Pero da la casualidad y la causalidad que fue en esa Europa donde surgió la cultura occidental que incluye el psicoanálisis y la etología. Por otra parte, todos tenemos dos padres, cuatro abuelos, ocho bisabuelos, dieciséis tatarabuelos…y en esa secuencia exponencial en base dos se da el caso de que, retrocediendo lo suficiente, todos estamos emparentados con, por ejemplo, Carlomagno.

Freud y Lorenz eran agudos observadores, Freud con más inventiva, y a ninguno le preocupaba en exceso que una buena teoría, bien contada, se viera contradicha por hechos tozudos, simplemente los rechazaban, como hacen los conspiranoicos. De Freud ya sabemos su inventiva. Lorenz, descubridor del imprinting o troquelado (el primer ser vivo que ve un recién nacido, especialmente las aves nidífugas como las anatidas, y al que sigue inmediatamente, le troquela su disposición a considerarle su semejante, hasta el punto de que las ocas de Lorenz así tratadas intentaban luego de adultas copular con él y no con sus semejantes). Pues bien, este mismo fino observador consideraba que los perros, que comparten con nosotros su uniformidad genética y su prodigiosa variedad fenotípica (del terranova al chiguagua), descendían del lobo, unas razas, y del chacal las demás. Lo cierto es que todas descienden del lobo; es más los perros son genéticamente lobos y lo prueba que ambas seudoespecies pueden cruzarse indefinidamente entre sí y tener descendientes fértiles.

Tenemos prácticamente el mismo número de genes en nuestro ADN que el ratón o incluso que la mosca del vinagre, la mitad que el trigo o la cebolla, la cuarta parte que el maíz. Y sin embargo, muchos individuos sapiens, que no hacen honor a su nomenclatura, se empeñan en encontrar radicales diferencias entre sus semejantes. La mayor diferencia entre Barack Obama y un hillboy de Arkansas partidario de Trump es que el primero ha cultivado su fenotipo neuronal y el segundo lo ha degradado, de modo que uno se ha convertido en un enorme terranova y el otro en un chiguagua gritón.

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Ansío los comentarios.Muchas cabezas pueden pensar mejor que una, aunque esa una sea la mía