miércoles, 10 de marzo de 2021

La osadía de los rabos de lagartija

 

Cuantas veces olvidamos lo obvio precisamente por ser obvio. La principal característica de los rabos de lagartija no es que se sigan moviendo después de desprenderse de la lagartija, sino la de ser rabos de lagartija y no de canguro o de rata. La principal característica de cualquier mujer no es ser mujer, sino la de ser un ser humano como la de cualquier otro individuo del sexo que sea. Y la principal característica de un inmigrante no es la de haber venido de fuera de su país de acogida (por llamarlo algo), sino la de ser un ser humano, como los nacidos en el país al que llega. Sin embargo, no se les trata como seres humanos, sino como inmigrantes, al igual que a la mujer se la trata como mujer, no como ser humano, y al igual que al rabo de lagartija no se le contempla como parte de la lagartija, sino como un rabo que tiene la osadía de seguir moviéndose fuera del cuerpo al que pertenecía. Esa, la de los rabos de lagartija, es la osadía del feminismo y es la osadía de los que reivindicamos el trato humano, no simplemente humanitario, a los inmigrantes.

Con los inmigrantes no se trata tampoco de si el rabo sigue moviéndose después de desprendido del resto del cuerpo. Es decir, no se trata (no se trata solo, ni esencialmente) de que nuestro futuro sea inevitablemente y hasta recomendablemente mestizo (lo que por otra parte y a lo largo de toda la historia siempre ha sido) o de que, por el contrario, nuestras esencias nacionales se vean peligro (sean cuales sean esas esencias: ¿la lengua, los hábitos culinarios, la vestimenta?). Tampoco se trata (no se trata sólo) de si los inmigrantes aportan más a la riqueza de lo que detraen, aunque las pocas contabilidades que han ponderado ese balance concluyen unánimemente en el beneficio: consumen poco, producen mucho y barato, a la inversa que los turistas del turismo masivo, que consumen mucho y aportan poco y sólo a grandes corporaciones, no a los habitantes locales que los padecen. Y ahí está la clave, yo creo, de todo el asunto: en el mercado internacional del trabajo; en la tranquilidad con que aceptamos el hecho de que los dólares, con pocas limitaciones, puedan atravesar fronteras y millones de personas no.

Los hechos son que los habitantes de los países ricos o desarrollados hemos ido rechazando ciertos trabajos poco atractivos, duros y mal remunerados, y se han ido desplazando a los servicios más cualificados. Liberado el comercio y no digamos los flujos financieros (eso dólar viajando alegremente por todas las fronteras), esos sectores laborales antes poco atendidos por esos poderes económicos de pronto se han vuelto atractivos. ¿Cómo? Son canteras de actividad nuevamente rentables para el capital, para la apropiación de la plusvalía, como diría Don Carlos. Pero con una condición: que esos trabajadores sean contratados en condición de semiesclavitud. Esa es la doctrina económica de este lamentable tiempo. No se trata de que unos países ricos ofrezcan condiciones de vida mejor que los pobres de origen. De ser así esa inmigración no sería solo cosa de ahora, sino de mucho antes, porque esos países pobres antes eran incluso más pobres y los ricos incluso más ricos. No, se trata de ese nuevo marco internacional de trabajo que inauguro el neoliberalismo de Thatcher y Reagan. La actual división internacional del trabajo. Nadie lo ha expresado mejor en una breve frase que el escritor José María Ridao, se trata de “acabar con la esclavitud persiguiendo a los esclavos”. No a los esclavistas, añado innecesariamente yo, y de ahí que los policías y los servicios de control persigan discrecionalmente (por su aspecto, por la forma de hablar, por el atuendo) al trabajador “ilegal” y no al patrón ilegal (sin comillas). Se persigue la contratación de trabajadores irregulares, no la contratación irregular de trabajadores, que es un excelente negocio en el país receptor y además sirve de chivo expiatorio para los autóctonos más convencidos de esas supuestas esencias patrias, que de serlo (esencias) son un tufo pestilente. También eso explica ese enorme cementerio marino del Mediterráneo, esas vallas hirientes, todos esos controles bien vistos por las xenofobias, porque no juzgan a los ciudadanos por lo que hacen, sino por lo que son, igualito que la Alemania nazi con los judíos.

Es la política económica ortodoxa la que genera esos movimientos masivos de población, aquí y ahora. Lo que esas actitudes ponen en peligro no es nuestro Estado de bienestar, sino el Estado de derecho, nuestra propia democracia. Cómo tratemos a los seres humanos ante nuestras fronteras y luego detrás de ellas dice mucho de los que las habitamos dentro. De momento, como en una conocida jaculatoria religiosa, no somos dignos.

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Ansío los comentarios.Muchas cabezas pueden pensar mejor que una, aunque esa una sea la mía