Uno de mis comentaristas habituales, al que le agradezco su
fidelidad conmovedora, me decía hace poco que yo era un libertario. Lo que
caracteriza a los libertarios es su extremo recelo del poder, de todo poder; el
problema es el qué hacer después, que no está resuelto. Es obvio que los
partidos políticos aspiran al poder y que los mecanismos del poder tienden a
desbordar toda limitación. La única diferencia con los populismos es que estos
juegan a dos barajas: la toma del poder institucionalmente (¿tomando las urnas
por orinales?) y la toma de poder en las calles arrogándose la representación
de sujetos evanescentes —el pueblo, la sociedad, la calle, etc.— que van
cambiando de nombre según los diversos oportunismos históricos, pero que
esencialmente son abstracciones que se rellenan con lo que convenga en cada
momento y a veces con lo uno y su contrario. Esa tendencia del poder a
expandirse, a desbordar toda limitación, a aumentar, a ampliarse es la que
explica el lógico recelo anarquista hacia él. Siempre es peligroso ejercer el
poder, sobre todo sobre los que se ejerce, y eso se da desde alcaldes de
pueblitos minúsculos hasta presidentes del consejo de administración de multinacionales
con más capital que el PIB de muchos países; desde generales hasta conserjes de hotel, guardas jurados y
porteros de edificios de viviendas donde no hayan sido sustuidos aún por paneles de botoncitos. Por tanto, resulta obvio
que se precisan límites al poder en cualquier sociedad que se quiera
democrática, precisamente lo que define a las dictaduras es que no existen
tales límites en principio. Los límites del poder son pues tan necesarios como
morales.
Los mecanismos de poder son siempre mecanismos de coacción, cuya forma habitual es la amenaza (léase en código penal). Amenaza respaldada por la fuerza; fuerza legítima por medio del contrato social en el que la ciudadanía se la cede a esos mecanismos.
Los mecanismos de poder son siempre mecanismos de coacción, cuya forma habitual es la amenaza (léase en código penal). Amenaza respaldada por la fuerza; fuerza legítima por medio del contrato social en el que la ciudadanía se la cede a esos mecanismos.
La sublevación es el límite real (fáctico) a ese poder que en teoría tiende al infinito (ganas dan de montarse una ecuación). Si la coacción máxima es la amenaza (la pena) de muerte, la sublevación en consonancia es la de preferir morir a seguir obedeciendo. Pero claro, en tiempos relativamente tranquilos no se suelen dar ni uno ni otros de los extremos, sino casos intermedios, como la desobediencia a las leyes, en el caso catalán actual, o el uso de la justicia desde el bando del gobierno de España, no tanto para que se cumplan las leyes, sino como coerción. En realidad tanto ‘judicializan’ la política los unos como los otros, aunque los otros dicen que sólo lo hacen los unos. En los extremos se sabe por la historia que todo poder de matar se anula con el poder de morir, no hay revoluciones incruentas, aunque llamemos así a la científico técnica. “Estamos dispuestos a morir a miles” y las ametralladoras dejan de ser eficaces. Pero volvamos a los casos más tibios: tomemos las calles, rodeemos el congreso; o bien, ilegalicemos tal partido, detengamos a tal dirigente.
Todo el que desafía al poder recae en la hybris griega, está ebrio. Lo sé por experiencia, ponerse chulo con un policía exalta. La ebriedad del desafiante. Es gracioso que San Agustín advirtiera a los cristianos que hacían cola para ser mártires sobre ese atajo al cielo. Siempre he recelado de esos mártires tan dispuestos, tengo tendencia a ponerme de parte de los leones a los que percibo más sinceros en sus opciones. También ponerse delante en una manifestación con un cordón de policías fuertemente armados provoca subidones. O tener a los representantes elegidos acojonaditos dentro de su lujoso centro de trabajo. O hacer que los tenderos cierren sus negocios en una huelga o apedrear a un coche blindado de los antidisturbios. Ojo, no estoy diciendo que esos medios me parezcan reprobables per se, sino que a veces, como en la mal llamada lucha armada (¿es que hay otra?) del terrorismo nacionalista, los medios no sólo no justifican los fines, sino que se convierten en ellos (sólo si entendemos que los asesinatos terroristas son fines en sí mismos, y por lo tanto asesinatos con agravantes y sus causas sólo pretextos, entenderemos de qué va el terrorismo).
Vale, hoy por hoy prefiero cualquier buen orador y sólido argumentador en el Congreso que el tipo más corajudo en la calle con un altavoz, pero sé que a veces no (nos) queda otra. Cómo prefiero mil veces a cualquier honesto periodista de investigación a esas masas linchadoras y vengativas que se apostan a las puertas de los juzgados aguardando a que salga el chorizo o el violador de turno. Así es como yo entiendo la verdadera nobleza que encierra el concepto de ciudadanía. Tenemos pocos buenos oradores y muchos vociferante tertulianos, pocos periodistas de raza y demasiados tuiteros, y así todo. Curiosamente, cuando se habla de mejorar la situación política nunca se menciona mejorar la ciudadanía, bastante penosa en este país, porque esa mejora sólo se produce a través de la verdadera educación, es un proceso lento, fácil de desmontar y, me temo, que no le conviene a los partidos, tan amigos de soflamas simples.
En cierto modo, y en gran medida, la dictadura franquista ha seguido triunfando entre nosotros. No fue casual que los asesinatos más precoces en el inicio de nuestra Guerra Civil fueran los de maestros junto a los de militares leales al gobierno, alcaldes y curas. Si pudiera evaluar la calidad de la ciudadanía de comienzos de los años treinta del pasado siglo dudo que fuera mejor que la actual, pero los sublevados, de uno y otro bando, tenían más razones o al menos pretextos que en la actualidad los indignados; comparativamente, porque siempre se pueden encontrar razones para la indignación y contra el siempre sospechoso poder. Yo, sin ir más lejos, era bastante poco demócrata durante la oposición a la dictadura, y no busco justificaciones, sino explicaciones: estaba peor educado que ahora.
El problema con el poder es que, por un lado, es necesario: no hay agrupación humana que funcione sin que alguien mande en ella. Y, por el otro, para ejercerlo hay que desear hacerlo –cosa que le pasa a casi todo el mundo- y saber hacerlo –cosa que ya no tanto-. Por lo que, en la práctica, no es posible que llegue a mandar más que quien desea y sabe hacerlo. Como somos limitados y tendemos a la especialización, es decir: como el único modo de que sepamos hacer bien una cosa, en general, es que no sepamos hacer igual de bien las demás, sucede que los que saben y quieren mandar casi invariablemente no son los mismos que saben y quieren hacer bien otras cosas necesarias. O sea que, normalmente, quien manda no sabe hacer bien ninguna otra cosa que mandar. La cosa tendría cierto remedio si, conscientes de esto, los que mandan se rodearan de y se apoyaran en los que saben hacer otras cosas: yo mando y organizo, pero para hacer las cosas que tú, que no mandas pero sabes, aconsejas que deben ser hechas. Pero rara vez funciona así. Los que saben y quieren mandar y, en consecuencia, mandan, se rodean de los que saben y quieren medrar a la sombra de los que mandan, gente especializada en decir lo que los que mandan quieren oír y en hacer lo que a los que mandan, sin más consejo que el suyo, les parece buena idea hacer. Los expertos de verdad, los que sabrían qué debe hacerse y cómo hacerlo, pero en cambio no saben mandar ni imponerse, quedan inevitablemente marginados. A los que mandan no les interesan sus voces ni sus opiniones. Es un tópico formulado de una forma quizás excesivamente simple, pero es verdad: el poder corrompe. El poder, por su propia naturaleza, impide prestar atención a ninguna voz que no se ocupe principalmente de cómo mantenerlo y acrecentarlo, y aleja la atención del poderoso de los problemas que no estén directamente relacionados con ese, e le inclina a no ocuparse de ellos más que desde esa óptica y con ese interés.
ResponderEliminarEstoy de acuerdo, pero para complicar más las cosas también lo estoy con el que dijo que no es conveniente que los gobernantes sean filósofos ni los filósofos gobernantes...
EliminarTe agradezco el comentario inicial, aunque lo de "fidelidad conmovedora" me ha dejado sin palabras, ¡je!
ResponderEliminarEstoy bastante de acuerdo y en especial con la reflexión de Vanbrugh: la especialización del representante del poder crea esa figura del político que no sabe ni quiere nada sino mandar.
Personalmente, me suelen causar pesar los mártires, porque considero que es frecuente que quieran serlo antes por mala educación, como dices al final, que por cierto tipo de vanidad que se da en otros mártires, sí. Y también porque así se transforman en armas arrojadizas por parte de demagogos: los que salen lisiados con capacidad suficiente de razonar siempre puede arrepentirse, de mostrarse humanos en suma.
Y sí, poco cambio político habrá mientras siga habiendo esta "ciudadanía", cuyas afiliaciones políticas son semejantes a las aficiones de equipos de fútbol.
Fíjate, otro bloguero escribió casi a la misma hora un corto texto que, no obstante, resume la misma opinión sobre la ciudadanía y la política:
Eliminarhttp://palomapolaca.blogspot.com.es/2017/01/en-fin.html
Flotan las ideas, los memes famosos
EliminarPuuuf, el poder. Cada vez estoy más convencido de que el poder de verdad (el de hacer que algo ocurra) apenas reside en los órganos formales de poder (político).
ResponderEliminarSí, opino lo mismo
EliminarEl poder siempre tiene que ejercerlo alguien, es un hecho. Otra cosa es que el poder sea absoluto o controlado, con las cosas malas en un caso y las buenas en el otro. Lo que más valoro de la democracia es la libertad de pensamiento, sin embargo la libertad de expresión (que también es importante) es ocasiones es odiosa, porque en mi opinión los ciudadanos la prostituimos, pero eso es otro tema.
ResponderEliminarSuele ocurrir que las ideas de un individuo suelen ser mejores que las ideas de una masa (de individuos), porque la suma de todos se convierte en ruido e ira. Eso es así en democracia o bajo una dictadura, así que tienes motivos para ser pesimista.
Gracias por comentar. En un bando de estorninos en vuelo no hay un líder sino una coordinación increíble entre todos sus miembros; en una bandada de gansos en migración el que abre la marcha es sustituido por el siguiente y así sucesivamente; en una cooperativa humana basta con un administrador con el mismo voto que el resto de sus socios. Así que depende del tipo de organización la forma del poder; las antiguas sociedades esclavistas no concebían su inexistencia, etc. A veces lo que nos parece inevitable es sólo por falta de imaginación.
EliminarMe ha gustado el relato, pero no comparto el pesimismo (aunque el panorama no está para titar coheyes). Toda la historia de la economía es la historia del capitalismo, entendido como proceso de acumulación y de control del excedente: público o privado, de unos pocos o de muchos... Y luego viene el papel de los "reguladores", y el impacto comlejo de los movimientos de capital
ResponderEliminarValeriano
Sí, pero hay grados. Y debe haber regulaciones, como bien dices
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