martes, 5 de mayo de 2020

El imperativo moral de saber


No hay que confundir la profecía con el pronóstico. Se nos está llenando el mundo de profetas; ahora los llaman futurólogos, pero en cualquier caso practicantes de una pseudociencia como la parapsicología o la telequinesis. Todo lo que sube baja es una simple ratificación de la existencia de la gravedad, pero afirmar que vamos a salir siendo mejores, o peores, de la pandemia no tiene base, en ambos sentidos. Tampoco hay que confundir las profecías con los hechos que cualquier situación, como la pandemia, hayan resaltado, negro sobre blanco, y el principal hecho es que esta sociedad basada en el consumismo más desaforado, la obsolescencia calculada, el capitalismo rapaz y la desinformación no es sostenible, dichosa palabreja. Pero no olvidemos que precisamente venimos de un escenario insostenible, que se sostiene mientras beneficie a esos pocos que deciden.

¿Se puede organizar una vida más austera y sin embargo más satisfactoria? Rotundamente sí. De hecho, el despilfarro organizado de nuestras sociedades no es en sí satisfactorio ni siquiera para esa parte del mundo que puede permitírselo, no digamos para esa otra que no sólo no despilfarra sino que carece de lo esencial. Tampoco convienen confundir las partes con el todo. Esta epidemia con cientos de miles de muertos es algo lamentablemente habitual en los países en que se mueren todos los años cientos de miles por malaria, diarreas o sida. Para viajar hacia una distopía terrible no hace falta hacerlo en el tiempo hacia el futuro —nuevamente sobran los futurólogos—, basta con hacerlo en el espacio hacia latitudes más bajas, ese Sur pobre y olvidado salvo cuando lógicamente se presenta en nuestras fronteras para intentar escapar de sus circunstancias habituales.

Hay muchas cosas que seguimos considerando esenciales, o simplemente que ahí están, y son absolutamente superfluas, desde las peluquerías caninas o las manicuras o el futbol profesional (yo he visto los mejores partidos de fútbol en las 'peladas' improvisadas entre peloteros callejeros en solares descuidados de Brasil; siempre  había varios pelés, maradoncitos y demás genios), y otras que son esenciales y hemos convertido en negocio, desde el cuidado de los ancianos a una vivienda digna, desde la quema de combustibles fósiles a la posesión de un vehículo individual a motor (da casi igual que sea eléctrico, sigue siendo un despilfarro absurdo), o ese turismo de masas que depreda y asuela los lugares que antes eran modestos paraísos para sus habitantes y ahora son infiernos para todos, incluidos sus visitantes. 

Con las pistas de las discotecas vacías, el fin de los viajes tan improductivos (para los que los practican y para los que los reciben) a lo mejor las gentes aprendemos el valor del silencio y el placer de la lectura a solas. El teletrabajo puede que acabe con las oficinas siniestras (una genial sección de la revista humorística La Codorniz) pero convierta los hogares en lugares aún más disfuncionales, porque allí tampoco estaremos a salvo del jefe y sus ocurrencias.

Este mundo sigue siendo disfuncional porque nuestro sentido moral (de morus, costumbre) y de la justicia es el que evolutivamente teníamos en la Prehistoria cuando las sociedades humanas eran de unas pocas decenas de individuos y el territorio abarcado de unos pocos kilómetros. Ahora el mundo es el planeta y el sentido de los cazadores recolectores sigue imperando, de modo que en la Union Europea los países del norte y los del sur, que deberían tener intereses comunes, actúan de formas opuestas. Los intereses de millones de personas en continentes enteros no operan. Quizás los valores abstractos sean los mismos: justicia, libertad, pero las relaciones concretas de causa y efecto no se comprenden, tan complejas y ramificadas como son. Un holandés puede ser un fiel cumplidor del reciclado de sus basuras, pero es cómplice de su gobierno que exporta residuos tóxicos a África; un izquierdista europeo puede condenar la ocupación sionista de Palestina, pero es cómplice de esa ocupación. Mi vida confortable y respetuosa con la ley se basa en la explotación infantil en los talleres clandestinos del Tercer Mundo. ¿Soy culpable? No es fácil decirlo. Pero es un hecho que mi vida depende de una red inextricable de lazos económicos y políticos. ¿De dónde vienen mi ropa, mi comida, mi fondo de pensiones y hasta mi seguridad? Mi gobierno, al que voté, quizás esté vendiendo armas a un sanguinario dictador en la otra punta del planeta. 

Dichosa ignorancia. Yo no robo, pero el sistema lo hace por mí. ¿Podemos actuar moralmente si no tenemos manera de conocer todos los hechos relevantes? Yo creo que el imperativo moral no se puede quedar en las buenas intenciones sino en el resultado de lo que hago, por tanto,  ese imperativo moral es un imperativo de saber. No sólo los males del mundo son el odio y la codicia, falta otro ingrediente esencial, la ignorancia, y la indiferencia. Recordemos la Alemania nazi y los millones de ciudadanos no afiliados al partido ni a las SS, pero escudados en su ignorancia y su indiferencia, todos buenos ciudadanos. No puedo creer en las buenas intenciones de los que no hacen un esfuerzo por saber.

Saber es muy difícil además de requerir esfuerzo, porque la mayoría de la información, y de la conversación, está dominada por los grupos de poder. En cambio los oprimidos no tienen una base común, como señala Noah Harari al mencionar que un negro afroamericano de un gueto no tiene porqué entender las dificultades de una lesbiana china, y viceversa.

Las teorías conspiratorias (la CIA, el grupo tal de multimillonarios o los masones, tanto da), la sensiblería de ciertos casos, que tan bién manejan las ONG, la simplificación de los conflictos entre buenos y malos o personalizándolos en ciertas figuras (Trump o Bashar al-Ásad), y los dogmas, la confianza explicativa en ciertas teorías, instituciones o jefes, los dogmas tanto da que religiosos o ideológicos, hasta el dogma liberal que nos hace confiar en los mercados, los votantes o clientes. La era de la posverdad.

El ser humano es el único animal que crea relatos para explicarse el mundo que le rodea y a sí mismo. No importa si el relato es verídico, basta con que sea aceptado por una mayoría. La Biblia o el Corán, la Torá o los Veddas no son ciertos en su literalidad. No hay una Eva que hablara con una serpiente que le incitara a desobedecer una absurda ley en un hipotético paraíso. Pero esa posverdad ha sido muy útil para generar cooperación bajo ese mito. Ahora también, la única diferencia es los medios que se emplean, como las religiones, los mitos nacionales o cualquier otro relato. Vivimos la posverdad desde nuestros orígenes.


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Ansío los comentarios.Muchas cabezas pueden pensar mejor que una, aunque esa una sea la mía