sábado, 2 de mayo de 2020

Veo veo, qué veo ( y tú...¿qué ves?)




Los buenos novelistas, que escasean, lo saben: el argumento es una superstición; lo que cuenta, lo que hace verdadero o lo que es casi lo mismo en ficción, verosímil lo que se cuenta, es el ambiente, la atmósfera. Lo otro son guiones para series de la tele. Esto no es una novela, sino un relato breve, y la atmosfera no la de mi confinamiento, sino la de mi alivio, la de mi balcón.


Ya llegaron los vencejos, maestros aviadores, altos y llenos de quiebros, con sus enormes alas afiladas como guadañas y sus cortísimas patas (apodos es el orden al que pertenecen: sin pies), hasta tal punto que si por desgracia caen al suelo no son capaces de volver a despegar; situación que no he visto nunca en Madrid, pero sí en el pueblo cuando caen al patio bajo el emparrado para gran alarma de mi madre que los daba por enfermos irremediables hasta que ha visto como han vuelto al cielo en cuanto los he cogido y lanzado al aire. Pero no sé si actúan allí arriba como las ballenas en las mares, recibiendo el aeroplancton de insectos y semillas aladas pasivamente al azar de la densidad de bichos, o siguen como predadores a otros objetos volantes; creo que la ciencia aún no lo ha dilucidado.


Todos los días, en invierno y en verano, con confinamiento o sin él, a primera hora de la mañana veo los bandos en V de las gaviotas en dirección Sur, o sea que vienen del Norte, y por la tarde a la inversa. Estos masivos movimientos circadianos, puntuales como la salida y la puesta del sol, se establecen entre los dormideros de los embalses serranos, especialmente el de Santillana, al pie de la sierra de La Pedriza, y los comederos en los vertederos del sur junto a los cortados yesíferos de la confluencia del Jarama, el gran río madrileño, con el Manzanares, el único navegable en carreta como decía el burlón de Quevedo. Ese denodado trasiego implica que las gaviotas contaminan con sus patitas el agua de abastecimiento de mi ciudad, supongo que esa tarea está acorde con su misión sobrevenida como emblema del PP.


Y veo los grandes racimos invertidos de los castaños de indias, compuestos por maravillosas flores individuales blancas con toques de púrpura que se convertirán en los erizos de castañas en el siguiente otoño. Castañas que no son buenas para comer pero sí para paliar las hemorroides; o sea, malas de entrada y buenas de salida.


Veo todo esto desde mi balcón— el ondulado vuelo de las refunfuñonas urracas. Vuelo que discurre a alturas mucho más bajas que la de los vencejos. Depredan los huevos y pollos de otros pájaros más pequeños, y en el campo, lógicamente no en la ciudad, son también carroñeras, las primeras que acuden junto a los cadáveres antes de que los expulsen sus parientes los cuervos o lleguen los buitres, alertados precisamente por su revuelo. Tan comunes que nos hemos habituado a ellas y ya no percibimos la belleza contrastada blanca y negra, pero que llaman la atención, como he comprobado varias veces, de los turistas japoneses que carecen de ellas en su tierra. En cambio, se ven ya muy pocas cotorras argentinas (Myopsitta monachus); supongo que habrá tenido éxito la absurda campaña de exterminio que como especies exóticas le ha declarado el ayuntamiento; una forma de xenofobia zoológica sin ningún fundamento ecológico. También hay tortolas turcas (Streptopelia turtur) que se encuentran desde hace décadas entre nosotros y que dan incluso nombre a un color en pintura: crema tórtola. Y las grandes palomas torcaces (Columba pallumbus), vez y media más grandes que las urbanas.


Veo el vuelo casi con rotores de helicóptero de los fiables abejorros Bombix. Polinizan los tréboles, a su vez son depredados en sus nidos terrestres por los ratones que son diezmados por los gatos que a su vez son mantenidos por las viejecitas. Darwin prolongaba este hilo dorado de la cadena trófica señalando que en Devon esas viejecitas solitarias y amantes de los gatos eran viudas de marinos. Conclusión: la abundancia de trébol, esa leguminosa que como tal y por medio de sus bacterias rizómicas enriquecen y fertilizan de nitrógeno los prados, está relacionada con la de naufragios.


Miro, pero además veo, otros más claramente helicópteros, o por mejor decir, paracaídas: son las sámaras, las semillas aladas de los arces negundos, tan abundantes en algunas aceras madrileñas. 


Todo en la primavera se da prisa en florecer, copular, criar, comer, transformarse, anticiparse al verano, preparar la siguiente generación, la siguiente primavera y antes el duro invierno.


Lo he dicho muchas veces. La presencia de 'mi' pino piñonero a escasos dos metros de la barandilla de mi terraza convierte a esta en un gozoso hide, un observatorio discreto y a ese pino frondoso en una suerte de acuario de avecillas: carboneros y herrerillos, currucas capirotadas, verdecillos, pardillos, reyezuelos, todos diminutos. En tanto que los mirlos y los gorriones prefieren circular por el suelo, correteando o a saltitos respectivamente, y los petirrojos, pechito rojo e inflado y patas como alambre fino, eligen los arbustos o las ramas más bajas, les gustan especialmente las rojas bayas de los espinos de fuego (Cotoneaster y Pyracantha)


Al anochecer, un poco después del ya rutinario rito de los aplausos, aparecen los murciélagos urbanos, la especie de quirópteros más pequeños, insectívoros, prácticamente ciegos, que vuelan en quiebros a baja altura por medio de la ecolocación, una suerte de sonar: emiten ultrasonidos que yo no percibo y recogen su rebote en sus orejas. han adquirido mala fama por el coronavirus, pero se trata de otra especie. Los murciélagos, del género Pipistrellus vuelan justo al amanecer que es cuando los sustituyen, como en un cambio de guardia aérea, los vencejos. Justo por debajo de la barandilla medra en el escaso nutriente de la argamasa entre los ladrillos la matita de la picardia o hierba de campanario, Cymbalaria muralis.




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