lunes, 1 de febrero de 2021

Blues (canción triste) de Gaya

Sorolla y Patinir modificados por iniciativa de cambio climático de WWF y del Museo del Prado

 

Creo que la mayor dicotomía cartesiana no ha sido la de alma y cuerpo, sino la de hombre y naturaleza, como si el humano fuera un robot y no parte de ella, aunque más bien parasitaria. El hombre es la naturaleza tomando conciencia de sí misma, decía Élysée Reclus. Pero poco, añado yo. La humanidad en realidad es humananimalidad. Hay animales que excavan túneles en la arena intermareal (y las anticipan) y animales que imaginan mundos y crean poesía y armas mortíferas; estrategias de supervivencia que pueden volverse contra uno. La más explícita y extendida bobería actual es un corolario de esa dicotomía: “hay que salvar el planeta”, cuando de lo que se trata es de salvarnos nosotros. El mundo puede seguir muy bien sin nosotros, como inicialmente se bastó con las bacterias.

Desde la hipótesis Gaya de Lovelock sabemos que el planeta y no solo la biosfera actúa como un supra organismo, holismo puro, y eso no es una analogía, sino un hecho que se ha visto confirmado desde su formulación en los años sesenta del pasado siglo. Las bacterias cierran y abren los ciclos de materia e inician el flujo de energía, se bastan. Pero un nuevo y reciente organismo compite en modificar como ya ningún otro la superficie del planeta y hasta su atmósfera y su hidrosfera. Nuestro excesivo número, ya 8.000 millones, multiplicado per capita por nuestro consumo de recursos y nuestra producción de residuos, no siempre reciclables. ¿Acaso nuestro papel en la historia del planeta es proporcionar los únicos materiales que no estaban previstos inicialmente: los plásticos? O tal vez las líneas rectas, los ángulos, tan ausentes sin nosotros.

No, no somos los parásitos de Gaya, no es una metáfora acertada, porque la vida parasitaria es obligatoria, forzada. Pero somos ya una plaga, como más localmente lo pueden ser especies ‘nobles’ como los elefantes en espacios confinados frente a los árboles que destruyen. En ese sentido no somos tan dañinos por ser humanos como por ser muchos. Sin embargo, el mito recurrente del planeta que se defiende frente a nosotros respondiendo violentamente es una alegoría inquietante. Y lo haría no tanto por medio de terremotos y volcanes como paulatinamente eliminando nuestra franja de confort (cambio climático, calentamiento global). Konrad Lorenz decía con humor haber encontrado el eslabón perdido entre los animales y el Homo sapiens: nosotros. ¿Conseguiremos llegar a sapiens, a considerar el Principio de Cautela más insoslayable que el del beneficio inmediato?

La democracia difusa de las plantas no cuadra con el hombre, su sensibilidad, su inteligencia van por derroteros aparentemente más activos, pero comportarnos como virus que destruyen su propio hogar parasitado tampoco es muy sapiens, como diría en irónico Lorenz. La naturaleza no es ningún lugar a donde ir de visita, como creen los ecoturistas, es nuestro hogar. Ser coherentes con eso es hacer compatible nuestra ingente actividad con el resto de la biosfera y de Gaya. Claro que eso es incompatible con el capitalismo.

Hemos vivido como especie, desde que salimos de las sabanas africanas, dura y alegremente. No sólo con el sudor de nuestra frente sino con la chispa de nuestro inigualable e impredecible ingenio. Pero puede que ahora vivamos no el recién bautizado antropoceno, sino en la época de las consecuencias. Si el mundo se ha puesto amargo habrá que endulzarlo, porque la utopía no son casas en los árboles (ya las hay en resorts turísticos), sino menos casas y más árboles. O para ser más precisos, menos casas, menos humanos, menos consumo y más sensato, y dejemos tranquilos a los árboles que con sus hojas, sus micorrizas y sus basterias simbiontes, cloroplastos y ADN se bastan.

 

2 comentarios:

  1. Es una bonita idea, eso que dices que el aporte humano al planeta son las líneas rectas y los ángulos. Es muy evocador, desde el punto de vista de un profesor de dibujo.

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    1. Clarence Glacken tiene un magnífico libro sobre el pensamiento occidental y La naturaleza: Huellas en la playa de Rodas (1967) en el que cuenta la historia de Aristipo, discípulo de Sócrates, naufragado en una playa de Rodas que no sabía si estaba habitada por humanos, vio en la arena unas figuras geométricas y gritó ‘Enhorabuena, hay otros hombres aquí’. La naturaleza no sólo siente horror al vacío, tendiendo a llenarlo, sino a las líneas rectas y los ángulos, ningún organismo conocido los traza. El libro es muy recomendable y aún hoy insuperado en su género.

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Ansío los comentarios.Muchas cabezas pueden pensar mejor que una, aunque esa una sea la mía