jueves, 4 de febrero de 2021

Ciencia: una rosa es una rosa y algo más

 


Hay un párrafo de hace décadas del escritor de ciencia ficción —y bioquímico especialista en la fase oscura de la fotosíntesis, lo que a menudo se olvida— Isaac Asimov que me gusta mucho y me parece absolutamente pertinente décadas después, en esta época de teorías conspiranoicas y fake news: “Hay un culto a la ignorancia y siempre lo ha habido. La presión del antiintelectualismo se ha abierto paso en nuestra vida política y cultural, alimentada por la falsa noción de que “democracia” significa que mi ignorancia vale lo mismo que tu conocimiento.” (el subrayado es mío). La forma habitual de expresar esto es la absurda de que todas las opiniones son respetables. Pues no, no lo son; en todo caso, respetables serán las personas, los que sustentan esas opiniones, pese a que hagan todo lo posible por no serlo. Es evidente que un público sagaz, minímamente instruido desde el punto de vista científico estaría relativamente protegido contra las supercherías, los fraudes, las ilusiones, los fuegos fatuos, la astrología, la adivinación, las curas milagrosas, las buenaventuras, la ínfima posibilidad de que te toque la lotería o por qué es más difícil predecir el tiempo que hará la semana que viene o cuándo sucederá el próximo terremoto y dónde, que las órbitas de cualquier cuerpo celeste por lejano que esté; es la forma más eficaz de vacuna contra los numerosos irracionalismos. Sabría que el sol no está exactamente incandescente, como la fragua de un horno metálico, sino en forma de plasma, el cuarto estado de la materia, tras el sólido, líquido y gaseoso, cuando se calienta desorbitadamente precisamente un gas, en este caso de hidrógeno y helio.

Hay que leer ciencia. La hay muy bien escrita, puesta al día y documentada en forma de alta divulgación. Es más, yo recomendaría proponerse planes de estudio personales, al fin y al cabo de alguna manera todos somos algo autodidactas. Yo ahora estoy con la física cuántica y, aprovechando que la covid pasaba por aquí (y por allí) con la virología, prácticamente en pañales cuando yo cursaba estudios de biología.

Muchas personas confunden la ciencia con una de sus partes iniciales, los datos. Probablemente es un defecto heredado de una escolarización que pone el énfasis en esos datos, los dichosos contenidos, y no en los procesos y en los métodos. Pero la ciencia no es un corpus de datos. El mejor ecólogo de España, en realidad su fundador como ciencia, Ramón Margalef, decía que había que acudir a la naturaleza no tanto y no sólo para recoger datos, sino como estímulo para la reflexión. Es una forma de intentar ver el mundo, es decir, de afrontar la realidad; es saber atacar un problema descomponiéndolo delicadamente en otros más pequeños y fáciles por tanto de abordar. La ciencia es parte del pensamiento crítico para evaluar qué es razonable y qué no; sí, a la vista entre otras cosas de los datos. Un proceso de descubrimiento dinámico, lo opuesto del prejuicio. No hay tablas de la ley en ciencia, es viva como la propia vida. No hay normas rígidas, así que la verdad, la verdad científica, está en constante revisión, la llamada falsabilidad, cuestionada, perfeccionada. Por eso cada nuevo descubrimiento abre más preguntas de las que cierra, y por eso la ciencia es también más el arte de hacerse preguntas (adecuadas) que la técnica de responderlas. La ciencia es una continua lección de humildad, la que pretenden dar pero no tienen las religiones.

Una autora me señala que el adulto medio norteamericano actual del siglo XXI sabe menos biología que un niño de diez años de la Amazonía o que el norteamericano medio de hace doscientos años. O sea, que nuestra fastuosa educación reglada ha conseguido finalmente aislar a la gente de la necesidad de conocer la naturaleza y saber de ciencia. De hecho, hay varios estudios que señalan el interés y la curiosidad de los niños por la ciencia que se va perdiendo conforme se avanza hacia la adolescencia y hasta llegar al adulto. Algo tendrá que ver no tanto la lógica madurez del camino de la edad sino algo fallido en la enseñanza.

Algunos también, ahondando en la brecha entre las dos culturas de las que hablaba Snow hace ya casi un siglo, afirman que conocer ciertas profundidades restan poesía al mundo. Pero lo cierto es que saber que una rosa roja absorbe la mayoría de las radiaciones electromagnéticas de la luz y refleja las de la longitud de onda del rojo no le resta nada (como no le añade mucho saber que convencionalmente es el símbolo del amor), más bien al contrario: una rosa es una rosa, como dijo prosaica la poeta, pero una rosa explicada e investigada es además un soneto. Esa es la belleza de la ciencia.

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Ansío los comentarios.Muchas cabezas pueden pensar mejor que una, aunque esa una sea la mía