miércoles, 6 de enero de 2021

Las enseñanzas de la pandemia



Todo va a seguir igual después.  Nada volverá a ser igual. La historia como disciplina no debería limitarse a constatar en un relato lo que pasó hace tiempo. Para empezar porque hay tantas versiones como puntos de vista y la objetividad, como la democracia, es sólo una aspiración siempre insatisfactoria. No hay una sola verdad, no porque todas las versiones sean validas, una falsa ecuanimidad. No, la historia debería ser, además de un relato sobre lo sucedido en el pasado, con todos los contextos explicativos que se quiera, una filosofía de la historia, una interpretación de la que extraer enseñanzas aplicables al presente y previniendo el futuro. En ese sentido, esta pandemia podría, sólo podría, enseñarnos unas cosas, pero presiento que no las suficientes. Volveremos a tropezar en la misma piedra, aunque mejor armados. Ya es algo.

El progreso es una de las ideas más ilusorias, casi tanto como la de felicidad o la de bondad. Hay progreso indudable en aquellos aspectos, como la ciencia o la tecnología, en que se emplean unos sistemas coordinados y eficientes de acumulación de información y conocimientos, constatables, siempre mejorables. Pero no lo hay tanto en otros igual de esenciales que atañen en la sociedad y su ética. Esos son mucho más lentos e imprevisibles. Es decir, no hay un progreso de igual ritmo ni unívoco. En la ciencia no hay retrocesos. En la sociedad en su conjunto sí. Por eso para algunos nos resulta tan tedioso tener que insistir en lo evidente (para algunos): la relación de los humanos con su entorno, del que dependemos; la relación de los humanos entre sí y de algunos humanos con otros: los varones y las mujeres, los autóctonos y los extranjeros. Los pobres y los ricos. Además muchos confunden el progreso con los inventos, con las novedades. El invento del automóvil  frente al carruaje de tracción animal no es en sí un progreso, salvo en lo tecnológico, y aún así con procesos de suma cero como la contaminación; pero la destrucción de las ciudades a favor del automóvil y en detrimento de sus habitantes, incluyendo a los dueños de automóviles no puede llamarse progreso, sino lo contrario.

Además conviene tener clara la secuencia de Información, Conocimiento y Sabiduría que tan frecuentemente se confunden como sinónimos. La información, las observaciones, los datos, es el primer paso que luego requiere ser organizada en un corpus previo, el conocimiento, la biología, la física, la epidemiología, etcétera, que además valida costantemente las nuevas aportaciones. En cuanto a la sabiduría, esto es, la aplicación ese conocimiento a mejorar nuestras vidas, casi nunca se da o lo hace precariamente. Si los dos primeros pasos de la secuencia están asegurados por científicos y tecnólogos, el definitivo debería estar en manos de políticos y educadores. Es obvio que los primeros no poseen esa capacidad, lo demuestran a  diario; sus habilidades son las que se requieren para conseguir y mantener el poder. Los mejores, los honestos, pretenden mejorar la sociedad, pero yerran tanto como aciertan; los segundos, mejor preparados, están constreñidos por los contenidos, obligatorios, frente al desarrollo de actitudes y aptitudes, la verdadera paideia de los antiguos griegos. He tenido muchos profesores y escasísimos verdaderos maestros, uno de ellos me decía que los especialistas, a no confundir del todo con los expertos, son como los alfileres, que penetran mucho y abarcan poco, frente a los generalistas, que, como un disco, no penetra casi, pero abarca mucho más. La combinación de ambos nos da ese recurso simple y utilísimo que es la tachuela.

No conviene, pues, tener una confianza desmedida en los llamados expertos. Casi por definición un experto es alguien que trae pensadas las cosas de antemano. Se le supone un bagaje que le permite interpretar la realidad mejor que al profano, pero demasiado a  menudo lo que hace es forzar los datos de la realidad para que coincidan con sus presunciones, y cuando esa realidad tozuda le contradice no modifica su interpretación, sino que fuerza los datos. En la propia esencia del experto, de su conocimiento, está el negarse a revisarlo, a devaluarlo en cierto modo. Por eso son tan previsibles.

Pero volvamos a las lecciones que la historia nos puede proporcionar, aprovechables, pero no sé si lo serán en su conjunto. El episodio más cercano en el tiempo, obviando pestes negras de hace demasiados siglos en sociedades demasiado distantes de la actual, sería la llamada gripe española tras la Primera Guerra Mundial del pasado siglo que acabo con más millones de personas que el propio conflicto bélico. Fue muchísimo peor que la actual pandemia del coronavirus, pero las dos fueron universales, mundiales, las dos enfrentaron a las sociedades con riesgos entonces ya olvidados y por tanto inéditos. Poco hemos aprendido de aquel cruento episodio. Por cierto, la inmerecida denominación de ‘española’ se debe a que aquí, al no haber sufrido directamente la guerra ni sus principales secuelas, se la dio inicialmente una mayor difusión en la prensa del momento. Nada más. La gripe maligna no surgió en España.

La llamada “gripe española” de 1918 surgió en realidad entre los soldados norteamericanos que luchaban en Francia durante la primera guerra mundial, La Gran Guerra (por el momento, pero así se quedó). Se calcula que murieron entre 50 y 100 millones de personas; la mayor de las epidemias sufridas por la humanidad desde la peste negra medieval y, desde luego, pese a Hitler y Stalin, la mayor mortandad del siglo XX. Aunque figura ya en los libros como una simple anécdota, un colofón del conflicto bélico, cambió la historia, el devenir del mundo, de Zamora a Río de Janeiro y de las minas de Sudáfrica a Alaska, donde se ha podido recuperar en cadáveres congelados el genoma del virus causante. Como siempre, historias personales y drama colectivo.

Todo buen historiador —lo contrario del tertuliano que ha revisado apresuradamente lo último en Internet y ojeado la prensa de esa mañana durante la sesión de maquillaje— sabe que el sentido surge con la distancia. A veces se la llamó la pandemia olvidada. No lo debería estar. Nuestra memoria colectiva sobre ella es simplemente un proyecto en curso, como nuestras propias vidas personales. Pero cien años después disponemos de cierta distancia. Las líneas de perspectiva ya convergen para componer una imagen inteligible. Al revés de lo que sucede ahora con la machacona inmediatez de las noticias diarias sobre nuestra actual pandemia.

No debemos olvidar que los recuerdos de una guerra disponen de la inmediatez del momento, de las intensas vivencias de los supervivientes, pero los de una epidemia requieren el reposo de los recuentos de muertos. No hay uniformes, ni un solo campo de batalla, no se muestran aparatosas heridas ni se sucumbe en un espacio delimitado. Además, durante la mayor parte del siglo XX, antes de las más recientes investigaciones, se pensó que la gripe española había matado a unos 20 millones de personas, cuando la cifra real era dos, o tres, incluso posiblemente cinco veces superior. Por otra parte, aunque matara de una forma atroz a una cantidad enorme de personas, para aproximadamente el 90 por ciento de los que la contrajeron (mi abuela Emilia sin ir más lejos, entonces una coqueta jovencita flapper; muerta hace unos años, a los 102) no fue peor que una gripe estacional y en muchos casos se confundió con la peste neumónica y otras enfermedades.

La ciencia de entonces, enormemente retrasada frente a los prodigios de la actual, se sintió humillada. La vacuna no era una posibilidad, ni las mínimas medidas higiénicas. Pero hoy si se dispone de esa perspectiva de la distancia y podemos hablar de memoria inmunitaria, inmunidad de rebaño, carga viral, predisposición genética y fatiga posviral. Cotejar nuestras predicciones con documentos históricos, disparates y aciertos, procesos conectados. Veremos que aprendemos esta vez y si también tardaremos cien años en saber contarla. Mientras tanto, nada de conspiraciones, ni de sabios de todo a cien, como dice Savater. En cuanto a las ahora llamadas fake news que proliferan en las redes, pero como mentiras, aparte del soporte informático, no son nada nuevas, bueno, las van a consumir los perezosos intelectualmente, los incívicos propensos, y además, como decía esa pintada del mayo del 68 si miles de millones de moscas no pueden equivocarse, pues a comer mierda. Yo no, pero nos perjudica a todos

Para saber más:  Laura Spinney; Pale Rider.The Spanish Flu of 1918 and How it Changed the World, 2017. Hay traducción española en Debate Ed.

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Ansío los comentarios.Muchas cabezas pueden pensar mejor que una, aunque esa una sea la mía